Los (verdaderos) renglones torcidos de dios

22 06 2010

El silencio compunge el aire de la estancia. Es el silencio de un llanto ahogado, de una vida hecha trizas; también el silencio de la confianza perdida y de un infierno inesperado. Lo llena todo. Las ojeras y la palidez de su rostro destapan demasiadas noches de desvelo constreñido, de sueños que asaltan sin piedad, de recuerdos horripilantes que la mente de un niño a duras penas es capaz de asimilar como ciertos. El panorama es atroz. Desde el extremo opuesto de la mesa, su madre le observa preocupada a la par que resignada. Hace ya rato que ha terminado su postre, mientras el plato de su hijo de 9 años continúa enfriándose, resistiéndose a ser comido. ¿Cuánto tendrá ella que esperar para enterarse de la pesadilla que está viviendo su primogénito? ¿Habrá éste tan siquiera tomado plena consciencia de lo ocurrido? ¿Cuánto tarda un niño en superar un trance de semejante alcance y en decidirse a contarle al mundo su situación? Lo único seguro es que las heridas son profundas y las marcas de sus cicatrices no se borran jamás.

Con desgana, rebaña lentamente el filete en la salsa, pero sabe que el nudo en su estómago le impedirá digerirlo sin sentir náuseas. Entonces se acuerda de aquel que, según le han enseñado, tanto sufrió. Como él ahora mismo. Se aferra a su imagen y a su palabra. Y no alcanza a entender lo que pasa. Dios mío, ¿por qué me has abandonado? Su fe se tambalea y, esta vez, el dedo de la culpa apunta a la parroquia del barrio.

Por fortuna, en medio de las circunstancias más angustiosas siempre hay alguien dotado de alguna clase de virtud extraordinaria (la cual tal vez debiéramos trabajar y adquirir todos) que le confiere el valor para alzar la voz y denunciar la injusticia y el horror silenciados, en demasiadas ocasiones, por el miedo al poder. En los últimos meses y años personas así son las que han hecho posible el fin de la impunidad de aquellos que, amparados por una jerarquía eclesiástica cómplice y frívola, tanto daño habían estado infringiendo a quienes menos preparados estaban para soportarlo.

Pero aquello que convierte a la lacra de la pederastia en el seno de la Iglesia en un hecho tan repulsivo no es sólo el “mero” delito, de los más deleznables en sí mismos, o ni tan siquiera quiénes lo cometen (aquéllos que se suponen llamados por dios para vivir según la palabra de Jesús, predicar el amor fraternal, apoyar al más débil), que ya es decir, sino el silencio cómplice y el afán de la Iglesia de Roma y de muchos de sus adeptos por mantener una imagen de pureza y buena fe ante una masa de fieles e infieles que, en la mayor parte de los casos, son perfectamente conscientes de la podredumbre que, cada día más, se apodera de las paredes y de los mismos cimientos del Vaticano. La gente juzga a la vista de los hechos, y que Benedicto y compañía quieran callar una verdad que afecta a tantos críos inocentes no puede generar más que repugnancia hacia una institución que, de continuar en sus trece, acabará cayendo por su propio peso. Los escándalos la salpican en todos sus flancos y los casos polémicos (obviamente, no sólo de pederastia) se reproducen desde las diócesis más remotas del mundo hasta la mismísima cúpula de Miguel Ángel. Su última perla, la publicación de un documento en el diario oficial el día siguiente al fallecimiento de don José Saramago dedicándole una serie de “lindezas” que bien le podrían haber dicho en vida y que sólo vienen a corroborar la nefasta opinión que el nobel portugués siempre expresó sobre la Santa Sede [http://www.elpais.com/articulo/cultura/Portugal/llora/Vaticano/ataca/elpepucul/20100620elpepucul_5/Tes]

La jerarquía eclesiástica debe dejar de intentar lavarse la cara y comenzar a limpiarse el alma. Juzgar menos al resto y juzgarse más a sí misma, y actuar en consecuencia; darse cuenta de que la maldad, la desviación, la degeneración, no la albergan esas personas a las que siempre ha juzgado dura e injustamente como tales sino que, precisamente, algunos de esos renglones torcidos de dios, los verdaderamente defectuosos, encuentran cobijo en su amparo. Ya no les vale, a fieles e infieles, aquello de poner la otra mejilla. O quizás sí les valga una vez, pero no una tras otra, sin cesar, porque eso sería alimentar la impunidad. Y, a pesar de que no se advierte una mínima señal que anuncie un cambio de vientos, ni hasta ahora la Iglesia ha ejercitado la sabiduría de la rectificación, ni la misericordia, ni la piedad, y mucho menos la justicia, al final es cierto que la esperanza es lo último que se pierde. Por eso, después de todo, confío en que una renovación profunda y a medio plazo de la Iglesia y de sus valores es lo único que podrá salvarla, pues a fin de cuentas todo se está precipitando y muy pocos razonables (los cuales, por suerte, son la mayoría) están hoy dispuestos a esperar eternamente, impasibles. Aunque también es cierto que después de tantos siglos no puedo evitar el convencimiento de que estoy defendiendo una utopía.

En cualquier caso, esta Iglesia necesita cambiar irremediablemente desde su mismo núcleo, con el apoyo de sus seguidores y sin más demora, apartándose para siempre de sus adeptos extremistas; necesita asumir responsabilidades asegurándose de que cada cura, cardenal, obispo o arzobispo pederasta es debidamente procesado y castigado; necesita adaptarse a un mundo cuyos valores esenciales son la libertad, la igualdad, el laicismo y la justicia y en el que la esfera religiosa no debe inmiscuirse en la vida pública y política de los Estados y sus ciudadanos. Y quienes no quieren ver esta necesidad real, o bien son unos fanáticos completamente retrógrados (a menudo carentes de cualquier escrúpulo), o bien viven demasiado seducidos por la existencia de un dios todopoderoso y la promesa del paraíso y, en consecuencia, sumisos. Alimentemos, pues, el odio de los primeros, y sigamos suministrando opio a los segundos, opinarán desde los despachos del Vaticano. Todo sea por la Salvación.